La Travesía
En el capítulo anterior hemos visto un poco, en detalle, lo que
era el Cap Arcona.
Luego de un penoso viaje desde Berlín hasta Hamburgo; buscar un
banco para comprar las divisas necesarias para ingresar a Paraguay, y
posteriormente correr con su pesada valija hasta el puerto, temiendo no
llegar a tiempo al embarque.
Así que cuando ingresó al muelle, alzó su rostro y se encontró de
frente con aquel imponente navío, de líneas estilizadas, con sus
chimeneas rojas y blancas, ya echando humo, preparándose para zarpar y su negro
cuerpo construido para surcar con elegancia el agua de los mares, sintió de
repente que sus piernas no la sostenían.
Se encontraba ante el Cap Arcona, apodado “La Reina de los mares
del Sud”.
Jamás había visto nada igual, y no podía creer que ella, iba a
realizar en él, su viaje que la llevaría de reencuentro con su amado.
Parada ya más cerca sintió dolor en su cuello al querer levantar
la cabeza lo suficiente como para abarcar con su vista, tanta maravilla.
Pacientemente se colocó en la larga fila de pasajeros que
esperaban subir.
¿Dije pacientemente? ¿Cómo puede uno estar paciente si las piernas
le tiemblan? ¿Si el corazón palpita, que parece que se le va a salir del pecho?
Hubiera deseado dar un gigantesco salto y estar ya arriba, pero eso no era
posible.
La fila se movía lentamente, y en un momento dado un oficial muy
amable pero de semblante severo le solicitó la documentación:
“Pass Bitte, Reise
schein “(Pasaporte y boleto
de viaje)
Un marinero le preguntó:
-“Darf ich helfen Fräulein? (¿Puedo ayudar?)
Claro que no se refería a ayudarla a subir su pesada valija, pues
eso estaba reservado a los pasajeros de primera clase, sino que al estar ella
embelesada mirando el barco, se le había enganchado su equipaje en la pasarela
y le causaba problemas.
El subir le pareció un trayecto interminable, pero no por el peso
de su valija, tampoco por lo empinada de la pasarela, sino porque la fila se
movía como un aletargado gusano.
Una vez en cubierta, otro oficial le volvió a pedir su boleto y le
indicó gentilmente donde quedaba su camarote.
Se apresuró a dejar su valija dado que quería subir rápidamente
para ver cómo el barco soltaba amarras, claro que eso también demoró mucho más
tiempo de lo que ella hubiera querido, había que esperar que el último de los
1.300 pasajeros abordara.
Una vez que soltaron amarras, dos remolcadores se pusieron a guiar
el Cap Arcona, entre el laberinto portuario hasta llegar a mar
abierto.
El Cap Arcona es remolcado a mar abierto
Recién en ese momento, decidió volver a su camarote, para
descubrir que afortunadamente, compartiría el espacio con tres mujeres jóvenes,
dado que el camarote era para cuatro.
De inmediato se presentaron y empezó un amable parloteo entre
ellas, con las preguntas de siempre:
“¿A dónde viajan?, ¿Por qué viajan?, ¿De dónde son? ¿Cómo se
llaman?, había demasiados temas
que tocar, todas llenas de incertidumbre, todas dejaban parte de su vida atrás
y llenas de esperanza de lo que el destino les deparara.
No pasó mucho tiempo hasta que la primera de ellas, echó a llorar
desconsoladamente porque dejaba atrás a su querida familia.
Y en ese momento mi madre reparó que nadie de su familia había
podido venir a despedirla. Su madre, Liselotte la menor de todas y Frida, su
hermana más querida, la compañera de toda su niñez, habían quedado en la lejana
Silesia, en el pueblo de Leutmansdorf (Hoy Lutomia).
También allí recibió el tierno abrazo de la pequeña Ingeborg, hija
de Frida, que ya podía pronunciar su nombre, pero que la llamaba “Detelhaus” una combinación de Gretel (Diminutivo de Margarete) y Krankenhaus
(Hospital) dado que una vez fue a visitarla en un nosocomio.
Despedida de Leutmansdorf, desde la izquierda, Su madre , detrás casi escondido su padrastro , al lado Frida
Marta, Clara y la ahora más querida Ida, la saludaron desde sus
respectivos hogares en Berlín, con un fuerte abrazo, y alguna lágrima mal
disimulada,
De los varones, solo pudo venir Walter, que no supo demostrar sus
sentimientos, fiel a su crianza Prusiana.
Entonces también mi madre rompió a llorar desconsoladamente
y las cuatro se abrazaron.
Pronto anocheció, y los camareros recorrían los pasillos, con una
campanilla anunciando la cena.
Al entrar al salón comedor, nuevamente se sintió apabullada, no
era muy lujoso, pero amplio, bien iluminado y bien ventilado, largas mesas, con
blancos manteles y la vajilla puesta.
Nunca ella había llegado a algún lado para comer, esperándola con
la mesa servida, eso era para los patrones, cuando a ella le tocaba comer, lo
hacía en la cocina, sacando rápidamente un plato y si había cocinera en la
casa, le servían una porción y pudiera sentarse.
Las cuatro se sentaron juntas, y no podían ocultar sus nerviosas
risas, todas sentían lo mismo.
Tampoco habían ido alguna vez a algún restaurante con un buen
servicio de mesa, muy al contrario, las pocas veces que habían salido era a una
“Kneipe” donde el servicio no era lo más destacado. (Ver
Capitulo XIII - Die Kneipe).
En cambio, por primera vez, serían atendidas, y para mayor
sorpresa podían elegir entre dos platos diferentes, se les serviría agua, pero
si querían acompañar con buena cerveza alemana, debían pagar un pequeño extra.
Había un plato de buena sopa, plato principal de carne o pollo con
acompañamiento, y una fruta.
¿Qué más sería posible encontrar……..?
Todas estaban incrédulas de la atención, del servicio, de la
comida, y la cena transcurrió en una amigable charla entre todos los comensales
de los largos mesones.
Luego de la cena las cuatro caminaron lentamente hasta el camarote
y si bien la tercera no tiene cubierta, desde los pasillos que dan al exterior
se vio un oscuro mar donde la luna se reflejaba.
Les costó mucho conciliar el sueño. Demasiadas emociones para un
solo día, y aunque ya no hablaban sabían que todas estaban despiertas.
A la otra mañana, otra vez el tintineo de los mozos llamando al
desayuno, donde se sirvió Café malta (el café de grano estaba reservado para la
primera clase), con leche, pan y manteca y un poco de mermelada.
Ninguna de ellas, objetó el café malta, dado que era lo que
normalmente ellas consumían en sus casas, y el de grano les hubiera parecido
demasiado amargo.
El resto de la mañana lo ocuparon en desempacar y acomodar sus
pertenencias en las gavetas correspondientes dado que les esperaban 15 días de
viaje.
Las compañeras de viaje , la del medio es mi madre. (lamentablemente la cuarta era tan tímida que no quiso salir en la foto) junto con dos pasajeros.
Luego, el almuerzo, donde más que la comida en sí, les impactó la
atención que recibían de los mozos profesionales, diligentes, muy educados, y
siempre dispuestos al buen consejo.
Los días transcurrían con mayor o menor monotonía, desayuno,
almuerzo, cena y las interminables charlas en esa naciente amistad que solo
gente joven puede hacer con tanta facilidad.
De vez en cuando podían convencer a un tripulante, que les dejara
ver las instalaciones de Primera, eso cuando no había peligro que alguien
podía observarlos,
Eso era para ellas como asomarse al castillo de Blanca Nieves.
Igualmente se sentían como si estuviesen viviendo un cuento de
hadas, jamás habían sido tratadas así, y como en el caso de mi madre, nunca más
tuvo ocasión de vivir tal experiencia de ser tratada como una dama de la
sociedad.
Durante esos días, mi madre conoció a un pasajero, que ya había
vivido en Brasil y que había vuelto a visitar a su madre en Alemania.
De inmediato todas querían información: ¿Cómo es Sudamérica? ¿Hace
mucho calor? Y mil preguntas más.
Pero la respuesta que hizo derrumbar a mi madre, fue:
_“Hace Doce años que
no visito a mi Madre. Pero ahora me he propuesto volver mucho más seguido, cada
cinco años”
“Dios mío”, pensó, “doce años sin ver a mi madre y a mis hermanas,
eso es un tiempo terriblemente largo”..
“No, yo voy a visitarla cada dos o tres años”.
Ultima foto con su madre
¿Podrá ella realizar tal promesa de volver a la tierra que la vio
nacer? ¿ en ese lapso propuesto?
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Eduardo Muzykant